
Hace ya un buen de tiempo, tanto que mi desvencijada memoria no recuerda la fecha o el año exacto. Pero que puede importar, que tanto puede influir en una amistad sincera los datos exactos si lo que vale, en mi opinión, es que los recuerdos fluyan devolviendo a tu vida las alegrías pasadas. Aquellos tiempos donde conquistabas la Habana con 40 pesos. Donde valía más un buen amigo que cualquier cosa material. Donde no existían las comisiones. Donde necesitabas arreglar algo o fundir una placa para tu casa y ahí estaban fieles y dispuestos a pasar todo un domingo ayudándote sin pedir nada a cambio. La Habana señorial donde te derretías a la espera de una 22 para ir a un concierto en la Lisa. Aquella Habana donde aun se podía ver la esperanza, donde, al decir de un buen amigo, “Dios no pedía permiso de salida”
De esos años 80 tengo muy buenos recuerdos (malos también, por supuesto, ¿quién no los tiene?) Era la época de algunos cambios, de unas pocas mejoras que, a mi juicio mejoraron la vida del habanero, no así del resto de los cubanos. Fue la época de las tiendas donde vendían ropa cara (tenían un nombre que no recuerdo) la época de CIA o CIAR (sabe Dios cómo se llamaba) que fue un mercado, no como Dios manda, pero si bastante bien surtido, fue la época donde regreso del exilio el jamón, la mantequilla, las manzanas y la libra de pan por la libre. Fue la época donde desapareció casi por completo la libreta de racionamiento de ropa (la de alimentos jamás ha desaparecido) y muchas personas empezaron a soñar sobre un futuro mejor (después de tantas penas, sufrimientos y atropellos en los 60 y los 70, que mejor podría venir tu futuro) En fin las cosas realmente mejoraron un poco y comenzó a renacer la sociedad cubana.
De aquellos cambios que más recuerdo con amor y nostalgia está la apertura de la Casa del Té en la céntrica esquina de Avenida de los Presidentes y Avenida 23 en el Vedado Habanero (también conocida como G y 23). La casa del Té llego a convertirse en un lugar sui-generis. Según recuerdo abría sus puertas como a las 9 o 10 de la mañana y casi nunca había gente en ese horario, más que algún adicto al café que solo estaba de paso. La tarde era otra cosa, totalmente copada por poetas, escritores, pintores, trovadores, diletantes, en fin, todo un centro cultural donde conocías de primera mano, borradores, pinturas. Donde disfrutabas de amenas conversaciones, donde nacieron muchos proyectos artísticos. Donde se discutía de política, religión. Donde no existió jamás el odio, el rencor, aunque si algunas enemistades, nada serio a pesar del explosivo carácter de los cubanos. La noche, ah la noche, eso si que era otro mundo totalmente diferente. Devenido en lugar de citas, conquistas, intercambios fue “tomado” por los grupos homosexuales de la Habana y muchas veces fue víctima de redadas policiales quienes en aquella época perseguían con saña a los friquis (jipis) y a los homosexuales. Un lugar así se recuerda con mucho amor, porque dentro de todas las cosas que te puede aportar como ser humano es el rincón preferido de una ciudad, es el termómetro perfecto para medir la conciencia de una sociedad. Es sin lugar a duda el lugar ideal para conocer la identidad de una ciudad.

De cómo llegue a la casa del té no lo recuerdo (¿Qué raro?), lo que si recuerdo son muchos de los amigos que allí nos reuníamos cada tarde. Recuerdo con mucho cariño al Bebo Ruiz, dramaturgo, actor, profesor y director de un proyecto de teatro. De Bebo recuerdo con cariño las conversaciones sobre la Habana de los años 50, las enardecidas discusiones sobre la perestroika, los secretos sobre la actuación. Bebo me ayudó muchísimo con mi literatura, revisaba mis poemas y cuentos y me daba su severa crítica. A veces era muy jovial, a veces era muy terco, pero lo que no se puede negar que era un excelente amigo (digo era porque en los ochenta Bebo ya tenía cerca de setenta años. Dios quiera que siga vivo), muy conocedor de la literatura y el teatro cubano. Recuerdo que en cierta ocasión lo premiaron con un coche y el pobre Bebo no sabía que hacer pues ni manejar sabía. Bebo vivía por Santiago de las Vegas en un caserón de brujas acompañado de su perro al que Leonilo nombraba como el perro comunista, ya que, en cierta ocasión, Bebo salió de gira con su grupo y a su regreso se percató de que el pobre animal había estado varios días sin comer y casi sin tomar agua, imagínense los saltos de alegría del animal cuando vio a su dueño. Lo gracioso era la imitación que hacía Leonilo del perro y luego su disfrute por contar la anécdota. No, del Bebo se pueden hacer muchas historias, pero ese será material para otro día.
Otro de los amigos es Leonilo Guerra. Leo es actor, director, dramaturgo y poeta. Leo vivía en la esquina de G y 25, en un destartalado edificio que, en su época de esplendor había sido un hotel o algo similar, vivía en el 10 piso o algo así, en un pequeño cuarto con barbacoa (división intermedia entre pisos para agrandar el espacio habitable). Este edificio era increíble, lo mismo te podía caer un pedazo de techo en la cabeza, que encontrarte una pareja haciendo el amor en la escalera. Con Leo tuve muchas conversaciones, compartimos botellas de ron, cigarros, salimos juntos con mujeres, en fin hicimos una excelente amistad. La última vez que lo vi fue a fines de los 90, estaba sin trabajo, pasando algunas necesidades y andaba buscando como salir de Cuba, le di mi teléfono de México y le brindé mi ayuda en caso de que se viniera para acá. ¿Quién por donde andará?, pero desde mi rincón le mando muchos saludos y Dios quiera que se encuentre bien).






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